“Who cares about this news?”
By Elket Rodriguez
While the country opens its doors to 59 white South Africans arriving as refugees from a nation where apartheid no longer exists, the same government decides to end Temporary Protected Status (TPS) for more than 8,000 Afghans—many of them Christians, many of them our allies through two decades of war. And the broader Christian public? Overwhelmingly silent. Again.
Let’s be clear: some denominations have spoken, especially the Episcopal Church who has broken ties with the government out of a commitment to racial justice. But what about the vast number of Christians in America who continue to back political leaders whose policies betray refugees, marginalize the poor, and turn their backs on the persecuted? What about the white evangelical majority that has repeatedly voted for cruelty under the guise of strength?
In Afghanistan, return means death. For women, it means absolute oppression. For Christians—our brothers and sisters in the faith—it means facing a Taliban regime that will hunt them down, torture them, and likely execute them for their faith in Jesus. Where is the outrage from the church pews that once overflowed with righteous indignation for far less?
Now is the time to remember Raymond Chang’s warning: “This is the time for the church to rise—not in fear, but in faith. Not in silence, but in solidarity.” But instead, what we often see is complicity cloaked in patriotism. The same silence that dominated many churches while Japanese Americans were interned during World War II. The same silence that tolerated segregation. The same silence that now justifies migrant exclusion, as long as it's politically convenient.
And while that silence persists, the injustice goes on. In recent months, U.S. citizens—including a Latino veteran wrongfully detained in New Jersey—and U.S.-born children deported alongside their mothers, including a child with cancer, have suffered under a system that casually discards due process and human dignity. These are not isolated mistakes. They are symptoms of a deeper moral failure, enabled by a church that too often trades its prophetic witness for proximity to power.
We cannot talk about this betrayal without naming the racial and political sin that fuels it. This is the paradox of our time: while Afghans who fought beside our troops and placed their trust in our promises of liberty are sent back into hell, America reserves welcome for white bodies. It cannot be ignored that on the same day DHS ended TPS for Afghans, the U.S. opened its arms to white South Africans seeking asylum. The contrast is not just stark—it is morally grotesque. What more do we need to name this for what it is? Racism. Cruelty. Hypocrisy.
Meanwhile, a faithful remnant within the church is choosing the path of justice. But the dominant narrative among politically powerful Christians is still silence. Or worse, applause.
And so, I wonder—as many of us do from the border—who cares about this news? Sometimes it seems no one does. Sometimes it seems everyone’s too busy guarding their money, their safety, their comfort—just like in the parable of the Good Samaritan. But we know the Lord cares. And one day, every church and every believer will be held accountable for their response—or their silence.
We cannot keep calling ourselves “the body of Christ” while ignoring the persecuted members of that very body.
The gospel cannot be domesticated by nationalist ideologies or partisan agendas. And our discipleship cannot be reduced to the safety of Sunday mornings. If our faith does not move us to speak up for those betrayed and abandoned, then it is not faith—it is just another form of religious convenience.
Let it not be said that we stayed silent.
¿A quién le importa esta noticia?
Mientras este país abre sus puertas a 59 sudafricanos blancos que llegan como refugiados desde una nación donde el apartheid ya no existe, el mismo gobierno decide poner fin al Estatus de Protección Temporal (TPS) para más de 8,000 afganos—muchos de ellos cristianos, muchos de ellos aliados nuestros durante dos décadas de guerra. ¿Y el público cristiano en general? Abrumadoramente silencioso. Otra vez.
Seamos claros: algunas denominaciones han hablado, especialmente la Iglesia Episcopal, que ha roto lazos con el gobierno por su compromiso con la justicia racial. Pero ¿qué pasa con la gran mayoría de cristianos en Estados Unidos que siguen respaldando a líderes políticos cuyas políticas traicionan a los refugiados, marginan a los pobres y le dan la espalda a los perseguidos? ¿Qué pasa con la mayoría evangélica blanca que ha votado repetidamente por la crueldad disfrazada de fortaleza?
En Afganistán, regresar significa morir. Para las mujeres, significa una opresión absoluta. Para los cristianos—nuestros hermanos y hermanas en la fe—significa enfrentar a un régimen talibán que los perseguirá, los torturará y, con toda probabilidad, los ejecutará por su fe en Jesús. ¿Dónde está la indignación de los bancos de iglesia que alguna vez se llenaron de justicia santa por causas menores?
Este es el momento de recordar la advertencia de Raymond Chang: “Este es el momento para que la iglesia se levante—no con miedo, sino con fe. No con silencio, sino con solidaridad.” Pero lo que vemos con frecuencia es complicidad disfrazada de patriotismo. El mismo silencio que dominó a muchas iglesias mientras los japoneses americanos eran internados durante la Segunda Guerra Mundial. El mismo silencio que toleró la segregación racial. El mismo silencio que ahora justifica la exclusión de migrantes, mientras sea políticamente conveniente.
Y mientras ese silencio persiste, la injusticia continúa. En los últimos meses, ciudadanos estadounidenses—incluyendo un veterano latino detenido injustamente en Nueva Jersey—y niños nacidos en este país deportados junto a sus madres, incluyendo un menor con cáncer, han sufrido bajo un sistema que descarta con facilidad el debido proceso y la dignidad humana. No se trata de errores aislados. Son síntomas de un fracaso moral más profundo, sostenido por una iglesia que con demasiada frecuencia intercambia su testimonio profético por cercanía al poder.
No podemos hablar de esta traición sin nombrar el pecado racial y político que la alimenta. Este es el gran contraste de nuestra época: mientras los afganos que lucharon junto a nuestras tropas y creyeron en nuestra promesa de libertad son enviados de regreso al infierno, Estados Unidos reserva su bienvenida para personas blancas. No se puede ignorar que el mismo día en que el Departamento de Seguridad Nacional terminó el TPS para afganos, este país recibió con brazos abiertos a sudafricanos blancos solicitando asilo. El contraste no solo es evidente, es moralmente grotesco. ¿Qué más necesitamos para llamar esto por su nombre? Racismo. Crueldad. Hipocresía.
La injusticia continúa. En los últimos meses, ciudadanos estadounidenses—incluyendo a un veterano latino detenido injustamente en Nueva Jersey—y niños nacidos en Estados Unidos deportados junto con sus madres, incluyendo una niña con cáncer, han sido víctimas de un sistema que pisotea el debido proceso y la dignidad humana.
Mientras tanto, un remanente fiel dentro de la iglesia está eligiendo el camino de la justicia. Pero la narrativa dominante entre los cristianos con poder político sigue siendo el silencio. O peor aún, la aprobación.
Y entonces me pregunto—como muchos de nosotros lo hacemos desde la frontera—¿a quién le importa esta noticia? A veces parece que a nadie. A veces parece que todos están demasiado ocupados cuidando su dinero, su seguridad, su reputación—como en la parábola del Buen Samaritano. Pero sabemos que al Señor sí le importa. Y llegará el día en que cada iglesia y cada creyente tendrá que rendir cuentas por su respuesta—o por su silencio.
No podemos seguir llamándonos “el cuerpo de Cristo” mientras ignoramos a los miembros perseguidos de ese mismo cuerpo.
El evangelio no puede ser domesticado por ideologías nacionalistas ni agendas partidistas. Y nuestro discipulado no puede reducirse a la comodidad de los domingos por la mañana. Si nuestra fe no nos mueve a levantar la voz por los traicionados y abandonados, entonces no es fe—es solo otra forma de conveniencia religiosa.
Que no se diga que nos quedamos callados.